viernes, septiembre 03, 2010

Poesía Quechua

Período prehispánico

Poesía religiosa

2.

Con regocijada boca,
con regocijada lengua,
de día
y esta noche
llamarás.
Ayunando
cantarás con voz de calandria
y quizá
en nuestra alegría,
en nuestra dicha,
desde cualquier lugar del mundo,
el creador del hombre,
el Señor Todopoderoso,
te escuchará.
"¡Jay!", te dirá,
y tú
donde quiera que estés,
y así para la eternidad,
sin otro señor que él
vivirás, serás.


4.

Ven aún,
verdadero de arriba,
verdadero de abajo,
Señor,
del universo
el modelador.
Poder de todo lo existente,
único creador del hombre;
diez veces he de adorarte
con mis ojos manchados.
¡Qué resplandor!, diciendo
me prosternaré ante tí;
mírame, Señor, adviérteme.
Y vosotros, ríos y cataratas,
y vosotros pájaros,
dadme vuestras fuerzas,
todo lo que podaís darme;
ayudadme a gritar
con vuestras gargantas,
aun con vuestros deseos,
y recordándolo todo
regocijémonos,
tengamos alegría;
y así, de ese modo, henchidos,
yéndonos, nos iremos.

(Himnos transcritos por el cronista indio Santa Cruz Pachacuti.)


Período colonial

Apu Inka Atawallpaman

¿Qué arco iris es este negro arco iris
que se alza?
Para el enemigo del Cuzco horrible flecha
que amanece.
Por doquier granizada siniestra
golpea.

Mi corazón presentía
a cada instante,
aun en mis sueños, asaltándome,
en el letargo,
a la mosca azul anunciadora de la muerte;
dolor inacabable.

El sol vuélvese amarillo, anochece,
misteriosamente;
amortaja a Atahualpa, su cadáver
y su nombre;
la muerte del Inca reduce
al tiempo que dura una pestañada.

Su amada cabeza ya la envuelve
el horrendo enemigo;
y un río de sangre camina, se extiende,
en dos corrientes.

Sus dientes crujidores ya están mordiendo
la bárbara tristeza;
se han vuelto de plomo sus ojos que eran como el sol,
ojos de Inca.

Se ha helado ya el gran corazón
de Atahualpa,
el llanto de los hombres de las Cuatro Regiones
ahogándole.

Las nubes de los cielos han bajado
ennegreciéndose;
la madre Luna, transida, con el rostro enfermo,
empequeñece.
Y todo y todos se esconden, desaparecen,
padeciendo.

La tierra se niega a sepultar
a su Señor,
como si se avergonzara del cadáver
de quien la amó,
como si temiera a su adalid
devorar.

Y los precipicios de rocas tiemblan por su amo,
canciones fúnebres entonando,
el río brama con el poder de su dolor,
su caudal levantando.

Las lágrimas en torrentes, juntas,
se recogen.
¿Qué hombre no caerá en el llanto
por quién le amó?
¿Qué hijo no ha de existir
para su padre?

Gimiente, doliente, corazón herido,
sin palmas.
¿Qué paloma amante no da su ser
al amado?
¿Qué delirante e inquieto venado salvaje
a su instinto no obedece?

Lágrimas de sangre arrancadas, arrancadas
de su alegría;
espejo vertiente de sus lágrimas
¡retratad su cadáver!
Bañad, todos, en su gran ternura
vuestro regazo.

Con sus múltiples, poderosas manos,
los acariciados;
con las alas de su corazón,
los protegidos;
con la delicada tela de su pecho,
los abrigados;
claman ahora,
con la doliente voz de las viudas tristes.

Las nobles escogidas se han inclinado, juntas,
todas de luto.
El Willaj Umu (1) se ha vestido de su manto
para el sacrificio.
Todos los hombres han desfilado
a sus tumbas.

Mortalmente sufre su tristeza delirante,
la Madre Reina;
los ríos de sus lágrimas saltan
al amarillo cadáver.
Su rostro está yerto, inmóvil,
y su boca (dice):
"¿A dónde te fuiste, perdiéndote
de mis ojos,
abandonando este mundo
en mi duelo,
eternamente desgarrándote
de mi corazón?"

Enriquecido con el oro del rescate
el español.
Su horrible corazón por el poder devorado;
empujándose unos a otros,
con ansias cada vez, cada vez más oscuras,
fiera enfurecida.
Les diste cuanto pidieron, los colmaste;
te asesinaron, sin embargo.

Sus deseos hasta donde clamaron los henchiste
tú solo.
Y muriendo en Cajamarca
te extinguiste.

Se ha acabado ya en tus venas
la sangre;
se ha apagado en tus ojos
la luz;
en el fondo de la más intensa estrella ha caído
tu mirar.

Gime, sufre, camina, vuela enloquecida,
tu alma, paloma amada;
delirante, delirante, llora, padece
tu corazón amado.
Con el martirio de la separación infinita
el corazón se rompe.

El limpido, resplandeciente trono de oro,
y tu cuna;
los vasos de oro, todo,
se repartieron.

Bajo extraño imperio, aglomerados los martirios,
y destruidos;
perplejos, extraviados, negada la memoria,
solos;
muerta la sombra que protege;
lloramos;
sin tener a quién o a dónde volver,
estamos delirando.

¿Soportará tu corazón,
Inca,
nuestra errabunda vida
dispersada,
por el peligro sin cuento cercada, en manos ajenas,
pisoteada?

Tus ojos que como flechas de ventura herían,
ábrelos;
tus magnánimas manos,
extiéndelas;
y con esa visión fortalecidos,
despídenos.

(1) Sumo sacerdote.

(Elegía anónima copiada por J.M.B. Farfán del cantoral recopilado por Cosme Ticona, en Pisac, Calca, Cuzco 1930. Consideramos que pertenece al siglo XVII.)

Poemas copiados del libro:
Poesía quechua
Selección y presentación por: José María Arguedas. Editorial Eudeba, Buenos Aires, 1965.